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El eterno retorno del esperpento

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Libro

Luces de bohemia. Ramón del Valle-Inclán. Austral, Madrid, 2010. 304 páginas

Cien años se cumplen de una de las obras cumbre del siglo XX. Pocos son los escritores españoles que han instalado en el canon occidental un término que entraría a formar parte del museo invisible de la creación literaria e intelectual. Unamuno con su descripción del concepto de «Intrahistoria» y Valle-Inclán, con la de «Esperpento». Ambos generarían una proyección especial, internacional, por cuanto definían, o establecían un modelo de interpretación de la Historia (caso de Unamuno) y un modelo de creación artística (Valle). Pareciera que esto del «esperpento» forma ya genuina parte del Patrimonio Nacional.

No es para gritar de alegría. Porque si en la obra de Valle-Inclán, primero se había publicado por entregas en la revista España entre julio y octubre de 1920, lo grotesco, la deformación, la anomalía es el germen y la plasmación estética de una realidad, la española de su tiempo, el acierto de conjurar esa realidad deformada como símbolo de una realidad nacional, política, social, artística recorrió, después el siglo, hasta hoy, de nuevo protagonista de los diversos comportamientos públicos. 

La obra era un ajuste de cuentas con la bohemia del fracaso. Ya en 1918, Rafael Cansinos Assens había publicado El divino fracaso, y esa caterva de escritores y artistas que se refugiaban bajo el manto de la divinidad creativa había derivado en unos fantasmas que deambulan por los cafés, las tabernas, las calles de Madrid, en este caso, sin más norte que su propia supervivencia. De ahí que Valle tomara como ejemplo, y víctima, o mártir de su obra a un espectro deslumbrante, el escritor Alejandro Sawa, y lo hiciera llamar Max Estrella. Alguien que en la cima de su bohemia mágica y misteriosa, había escrito Iluminaciones en la sombra (publicada póstumamente), había estrechado la mano del sublime Verlaine en París y, dice la leyenda, que desde entonces no se había lavado dicha mano, ungida del tacto del Dios del simbolismo (junto a su díscolo amigo, Arthur Rimbaud). 

Valle describe los últimos pasos por Madrid de Max, «cráneo privilegiado», un itinerario, digno del Bloom de Joyce por Dublín, en el que se reflejan las miserias de esas luces, o iluminaciones en la sombra de la bohemia, desheredada, anacrónica, perdida en la sublimación de la obra de arte como el principio y fin de la existencia. Un ejército de perdedores que rodean, con falsa admiración, al pobre Max en su peregrinaje por las calles, cafés, tabernas, tugurios, chiscones y, para que nada falte, los calabozos de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol.

La crítica a la realidad española, so capa de estos errantes bohemios, es brutal. La conversación de Max en los calabozos con, se supone, Mateo Morral, hoy tendría muchas dificultades para ser publicada. Los diálogos entre los diversos personajes, un carnaval delirante de gentes a la deriva, en una España a la deriva (no hay que olvidar que la obra sale en plena dictadura de Primo de Rivera), difícilmente han tenido semejanza con ningún otro autor. 

«La tragedia se torna en farsa, la farsa en crónica, la crónica en denuncia y la denuncia en sainete»

El esperpento es hijo directo de las Pinturas Negras de Goya, de, por ejemplo, ese ejemplar, para mal, Duelo a garrotazos, ya advertido por el pintor y subrayado un siglo después por el escritor. Un catálogo de personajes tomados de la realidad de verdad y mostrados con la deformidad propia no de ellos mismos sino del presente que los acoge. Valle imprime a la obra un lenguaje popular, lleno de habla coloquial, de jergas marginales, de brillantísimos hallazgos conceptuales, de melancolías teñidas de un cinismo sobrecogedor, acentúa lo grotesco hasta el delirio y explica que así, de esta forma deformada es la única manera de explicar una España anómala respecto a otras sociedades de la época. 

Los bohemios son una excusa y Max Estrella, el pobre Max, es, al tiempo, un homenaje, una lamentación y un acta de defunción de todos aquellos que pensaron que la vida sería posible sólo con escribirla, con ascender al Olimpo de la creación. No, la tragedia se torna en farsa, la farsa en crónica, la crónica en denuncia y la denuncia en sainete de unos pequeños dioses abandonados por la realidad de verdad.

Como el Leopold Bloom del Ulises (1922) de James Joyce, aquí también se parodia a los héroes clásicos: «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada (…) Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas». Valle lo descubre en el madrileño Callejón del Gato, en la fachada de una ferretería se exhibían los espejos cóncavos y convexos –hoy siguen ahí- y descubre la manera de contar la realidad española. Los dioses de la creación literaria convertidos en fantoches de sí mismos. Fantoches todos sumergidos en una realidad que les ahoga. Lo espeluznante es que pareciera como si hay mal que cien años dure. Y hoy el esperpento nacional campa a sus anchas en determinantes ámbitos de la sociedad española. De ahí que la vigencia, la actualidad, el desgarro, el radical anuncio de Valle sea en estos oscuros días una realidad tan deforme como implacable.

Cine

Testament. Dirección. Denys Arcand. Intérpretes. Rémy Arcaud, Sophie Lorain, Marie-Mai Bouchard. Canadá. 2023. 115 minutos

Si alguno piensa, bendito sea, que el esperpento es un fenómeno que se limita a Valle-Inclán y a España, que la fuerza le acompañe. Es tal el desbarajuste moral, político, intelectual, académico que campa por el mundo que hasta en una sociedad tan supuestamente ordenada, exquisita, tolerante como la canadiense se convierte en una de las maneras más completas de describir lo que está pasando. Denys Arcand (Deschambault, Quebec, 1941), cineasta que ya advirtió de la que se nos venía encima con películas tan maravillosas, y jodidamente críticas, como El declive del imperio americano (1986), Las invasiones bárbaras (2003), qué título tan preciso por cuanto ocurre hoy en Occidente, o La caída del imperio americano (2018), se despacha a gusto en Testament, que es, sencillamente, lo que su título anuncia. 

«La película es una reflexión moral. Una sátira, sí esperpéntica, sobre una residencia de ancianos»

Un adiós a todo esto como si dijera y los que vengan después que arreen porque una fuerte lluvia está cayendo como piedras rodantes. La película es una reflexión moral. Una sátira, sí esperpéntica, sobre una residencia de ancianos, la postpandemia, un archivero medio jubilado que entra en los 70 años en la soledad más absoluta (a todos los que quería han ido muriendo), una protesta juvenil (qué escena la de la profesora iroquesa que interroga a los manifestantes a favor de las que denominan Naciones Originarias, y estos no tienen ni idea de lo que les ha preguntado) llena de patéticas imposturas, la ministra que gobierna con la apariencia por bandera, la portavoz de la oposición que primero denuncia al Gobierno por despreciar a las Naciones Originarias y después denuncia al Gobierno por maltratar el arte (que atacaban los jóvenes díscolos e ignorantes), las cadenas televisivas que ante el escándalo de los jóvenes acampados ante la residencia de ancianos para que se quite del salón principal un cuadro histórico que consideran un agravio, un insulto, una agresión a las Naciones Originarias, montan el gran carnaval, y hasta ese matrimonio anciano de deportistas que ha seguido las recomendaciones de una vida sana. 

Sarcasmo, ironía, melancolía apuntan a una realidad: la paulatina pérdida del sentido común, el continuo asalto a la Razón, el triunfo del cinismo como modelo de vida pública. Una película absolutamente recomendada para su pase en gabinetes de ministros, parlamentos y redacciones de cadenas de televisión. Menudo testamento el de Arcand, tendrá 83 años pero sigue en forma.

Taberna

Casa Alberto. c/ Huertas, 18. Madrid

Nada como el Barrio de las Letras, lleva así desde el siglo XVII, cuando los corrales de comedias centraban la vida de unas gentes ávidas de sucesos, historias, enlaces, venganzas, amores. Por sus calles, Quevedo, Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Luis Vélez de Guevara, Tirso de Molina. Todo el Siglo de Oro se respira por la calle del León, Antón Martín, la Plaza de Santa Ana, Fernán Núñez, Príncipe y ahí sigue, con más de cien años a cuestas, en su barra, su salón, sus paredes, Casa Alberto. 

En los años setenta del siglo pasado uno vio, más de una tarde y de dos, sentado, solitario, pensativo y serio a un jovencísimo Enrique Morente, como señal y símbolo de que pasarán los siglos, pero hay algo que por esas calles permanece y dura. En Casa Alberto, en la barra, se toma lo de siempre, no vamos a cambiar ahora con la que está cayendo: la ensaladilla, las croquetas, el revuelto de bacalao, los calamares y los imprescindibles caracoles tan de Madrid o más que la Cibeles. 

Un garbeo por la calle Huertas, si es posible no un fin de semana, sino cualquiera otro día, es un homenaje a lo que fue y es. Y tal como está el patio (de Monipodio, por supuesto), no poca cosa.

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